Pubertad Santiaguina

La separación

Mis hermanos y yo nos enteramos de la separación varios meses después de que esta ocurriera; sucedió más o menos así: nosotros siempre viajábamos a Santiago a casa de los abuelos Almarza durante las vacaciones, y lo hacíamos por periodos largos, siempre mi padre se quedaba en Santa Juana atendiendo el negocio familiar, por lo que ese día de diciembre de mil novecientos noventa y siete no nos pareció extraño, empacar nuestras cosas y partir a Santiago, como cualquier verano, un poco antes pero, ¿que importa? con los abuelos se pasa bien, hay televisión por cable y golosinas.

En esas vacaciones se pasaba muy bien, sobre todo por que podía interactuar con mis más de treinta primos (en ese entonces, ahora somos cerca de cincuenta), y nadar en la piscina de mi abuelita Rosalía, etc. Pero se acercaba marzo y aún no volvíamos a Santa Juana, no salíamos a la compra de útiles y uniformes, no sabíamos nada del papá, y mi mamá hablaba con mi tía Poli de un colegio apropiado para nosotros.

En esas condiciones comenzamos a acosar a mi mamá con preguntas, hasta que nos explicó todo, resulta que mi padre había mantenido una relación paralela con una de sus trabajadoras, de la cual habían resultado 2 medios hermanos, mi mamá nos explicó que le había dado muchas oportunidades a mi papá de que terminara con esa relación y que mi papá habría sido incapaz de cortar con la amante, y que por esa razón nos habíamos venido a vivir a Santiago con los abuelos.

Vivíamos en una linda casa de dos pisos en la comuna de Las Condes pero el contraste entre la vida hippie-liberal de mis padres y la estricta vida católica de mis abuelos era un verdadero entuerto, un cambio que a tan temprana edad se juntó con la separación de mis padres generando serios problemas de conducta en nosotros, fue ahí que aprendí a ser rebelde, a cuestionar y criticar a la autoridad, eso me trajo muchísimas dificultades, tanto en la casa como en el colegio.

Los colegios

El primer año fuimos los tres al colegio «Sagrado Corazón de las Madres Dominicas de La Reina», eran unas monjas brasileras, muy simpáticas, pero el ambiente escolar era terrible: primero, por que yo venía de una vida rural, con todos los acentos, mañas y costumbres que eso trae, y segundo, por que los alumnos eran una colección de nuevos-ricos tratando de validarse socialmente mediante el matonaje y la agresión, actitudes con las que compensaban sus complejos e inseguridades de clase; al final mi madre no pudo seguir pagando el colegio por que el negocio de mi padre se estaba yendo a pique, por lo que dejamos de asistir a ese colegio, de lo cual yo estaba muy feliz.

Luego nos mandaron a colegios distintos, mi hermana se fue al colegio «Maria Luisa Bombal», un colegio municipal de Vitacura, a mi hermano lo enviaron a otro de madres dominicas «la Virgen De Pompeya» que quedaba a pocos pasos de la casa de nuestros abuelos, y a mi me enviaron al colegio «Las Carmelitas De Las Condes» el cual, a pesar de su nombre, no tenía relación alguna con la orden monástica, y sólo se llamaba así por la calle donde se encontraba.

Era un colegio de pocos alumnos, en una casa, en mi curso nunca fuimos más de 6, tenía a los profesores para mi, me gustaba mucho, podía preguntar profundamente cada tema y adelantar mucha materia, además pasábamos el año en sólo 6 meses, el resto del año escolar lo pasábamos reforzando y profundizando conocimientos, los profesores eran buenos y las posibilidades de aprendizaje eran infinitas. mi conflicto, esta vez, fue con las niñas; la clásica regla «a las niñas no se les pega» era un problema, ¿Cómo haces cuando las niñas te agreden y acosan sistemáticamente? me rebelé contra esa regla, si una niña me atacaba, me defendería. Como era de esperarse me la pasaba suspendido.

Cuando pasé a octavo básico me tuve que cambiar de colegio, el colegio carmelitas sólo llegaba hasta ahí. me inscribieron en el liceo Rafael Sotomayor, un liceo municipal de Las Condes en el que estuve solo un año ¡quien haya sido el de la «brillante» idea de empotrar a cuarenta y cinco niños en una sala de clases se ha ganado el castigo divino! no me adapté nunca, repetí el curso y acumulé más de 6 páginas de anotaciones negativas. me la pasaba leyendo libros de filosofía e historia, y fue ahí donde comencé a leer al magnifico novelista Valerio Massimo Manfredi, en especial la trilogía «Alexandros» y «El Imperio De Los Dragones», no es que antes no hubiese leído, solo que evitaba hacerlo en el colegio. otra cosa que hacía era jugar a las cartas «Magic», para lo cual me escapaba de clases con unos compañeros de cursos mayores y pasábamos toda la jornada escolar jugando en los rincones ocultos que ese colegio tenía.

Expulsado y repitente me mandaron a un colegio para «niños problema» del sector, el colegio «Concordia» me recordaba al «Carmelitas», pocos alumnos y una casa pequeña, gran cambio, en lugar de compañeros estudiosos e inteligentes, el «Concordia» estaba lleno de personas desadaptadas (yo aún no me asumía como tal); jóvenes con problemas de drogas, con causas penales y discapacitados, enfermos psiquiátricos y cosas por el estilo, un microcosmos de caos y desesperanza. ahí volví a cursar el octavo básico, tampoco me adapté y me expulsaron cuando cursaba el primero medio. nunca más volvería a ir a un colegio en mi vida.

Lecturas

Desde la separación me veía muy poco con mi padre, y por eso atesoraba con más ahínco sus palabras y enseñanzas de la infancia; «leer es muy importante» decía de forma insistente, y cuando vivíamos juntos nunca leí nada, todo lo absorbía de él, pero apenas mis padres se separaron se volvió una obsesión, «La Isla Del Tesoro», «Sandokán» y «Robinson Crusoe» fueron el inicio, siguieron las obras de Tolkien y Lewis. Encina, Nietzsche, Marx y mi abuelo, Guillermo Izquierdo Araya fueron la fase «avanzada»; acompañaba estas últimas lecturas mas pesadas con otras más ligeras como el ya mencionado Valerio Massimo o Alexandré Dumas.

Amistades

En el colegio «Carmelitas» me hice amigo de Andrés Quezada, un cabro muy inteligente y gran guitarrista, fanático de los Beatles, gusto que compartía conmigo, escuchábamos rock de los años sesenta y jugábamos a la «inquisición», juego que consistía en que uno de nuestros juguetes era juzgado como hereje y condenado, luego lo atábamos a un palito y lo quemábamos.

También hice amistad con Francisco Valle y Francisco Delpiano en el colegio «concordia», con «el valle» y «el piano», sus respectivos sobrenombres, tocábamos música, veíamos películas y jugábamos «Grand Theft Auto» en el Play Station 2; descubrimos juntos el internet, descargar música, juegos, etc; el famoso «Messenger» en el que pasabamos horas hablando con jovencitas de nuestra edad a las que poco conocíamos.

Rodrigo Varela cantaba muy bien (no se como lo hace hoy en día); lo conocí en una fiesta en el Arrayán, el compartía mi gusto por el heavy metal y los escuchábamos insaciables la estridente música de Metallica, Megadeth, Stratovarius, Elvenking, Hammerfall, Nightwish, Edguy, Helloween, For My Pain, etc.

La música

En mi familia siempre estuvo presente la música, mi madre tocaba la guitarra y el laúd; cuando éramos niños, la casa estaba repleta de todo tipo de instrumentos. En quinto Básico (colegio de La Reina) tuvimos un excelente profesor de música que nos enseñó lo más básico de la teoría, y lo típico de la flauta dulce, este profesor (cuyo nombre no recuerdo) nos dejó en la mitad del año para partir a una beca en el exterior, pero, al menos a mi, me dejó marcado para la comprensión racional de lo que subyace tras los sonidos.

Un par de años después, mi hermana fue admitida en un programa de la municipalidad de Vitacura para formar una orquesta de niños, empezó a tocar el violoncelo y mi madre empezó las gestiones para incluirnos en dicha orquesta a mi hermano y a mi, mi hermano se resistió, yo no; comencé unas semanas con la viola pero pronto me cambiaron al contrabajo, pocos niños de nuestra edad tenían la envergadura física para tocar y transportar este instrumento. Teníamos clases particulares de cada instrumento, clases generales de teoría y ensayos de orquesta, se pasaba muy bien; mi madre nunca ha sido muy puntual, se atrasaba, a menudo varias horas, en ir a buscarnos a la Escuela Moderna De Música (actualmente «y de danza»), esos ratos me los pasaba escuchando a los alumnos adultos tocar sus instrumentos, me gustaba el efecto hipnótico de las practicas de los alumnos de batería.

Mientras asistía feliz a la orquesta de niños, mi gusto por el rock y el metal iba «in crescendo», y como mis abuelos (que eran los del dinero) eran reacios a los regalos, me ofrecí para todo tipo de trabajos domésticos, lavé incontables veces los autos de mi madre y mis abuelos, y me pagaban quinientos pesos (billete en esa época) por ocasión, cuando junté sesenta y cinco mil pesos, compré mi primer bajo eléctrico, al ver mi determinación, mi tío Gonzalo (que había tocado el bajo en su juventud) me regaló un gran amplificador, una bestia enorme, de tubos, excelente sonido, fabricado en los años sesenta, mi bajo, un Area pro II fabricado en Argentina, tenía un exquisito sonido. Mi padre, por las mismas razones de mi tío, me regaló una guitarra eléctrica Pevey tipo «Strat» con su respectivo amplificador. Cuando me decidí por la guitarra vendí mi bajo y cambié mi muy excelente amplificador por una Ibanez ochentera de fabricación japonesa, pocos negocios tan malos he realizado en mi vida.

Terminado el proyecto municipal de la orquesta de niños, mi madre se ganó unas clases de guitarra en la academia Audiomúsica en un concurso de la radio Futuro, y ahí estuve asistiendo unos meses.

Culminando

Al final de esta etapa en mi vida tendría un gran enfrentamiento con mi abuela que me llevaría a dejar el hogar y comenzar una temprana «independencia» (no existe tal cosa), pero eso es tema para la próxima entrada de este blog.